El libro “Nazi-Comunismo” de Axel Kaiser se presenta como una operación ideológica bastante transparente: un intento de construir una genealogía común entre nazismo y marxismo que permita inscribir en un mismo paquete a toda forma de socialismo, comunismo, crítica al capital y también, de paso, a cualquier proyecto político que cuestione el orden liberal-capitalista. El índice basta para ver cómo se organiza este movimiento: cada capítulo asocia un rasgo supuestamente común entre nazismo y marxismo (“antirracionalismo”, “antiindividualismo”, “anticapitalismo”, “anticristianismo”, “antihumanismo”) y lo sobredimensiona hasta convertirlo en esencia compartida. El resultado es una narrativa en la que el marxismo pasa a ser un pariente cercano del nazismo, no solo en la práctica histórica sino ya en sus fundamentos filosóficos.
Detrás de esta construcción aparece la intención de blindar ideológicamente el liberalismo, identificando a un doble enemigo totalitario que adopta máscaras distintas, pero que siempre se movería por los mismos impulsos: relativismo, colectivismo, odio al mercado, odio a la persona, odio a la tradición religiosa. De este modo, el nazismo deja de ser un fenómeno histórico específico, arraigado en una coyuntura de guerra interimperialista y crisis, para transformarse en una expresión más de una supuesta lógica socialista general. Y el marxismo deja de ser una teoría crítica de la producción capitalista para aparecer como preludio intelectual de Auschwitz. Esa amalgama es el centro político del libro y también su mayor debilidad teórica.
Antirracionalismo, relativismo y el fantasma del “polilogismo nazi-marxista”
El primer capítulo, dedicado al “antirracionalismo o relativismo”, anuncia de inmediato el procedimiento de Kaiser. La sección sobre “polilogismo nazi-marxista” muestra que el autor toma prestado un viejo concepto acuñado por la tradición austro-liberal para acusar a Marx de sostener que cada clase social posee una lógica propia y por lo tanto incompatible con la razón universal. A partir de ahí, la obra insinúa un puente con el racismo nazi, que hablaría de una “ciencia aria” del mismo modo que el marxismo habría hablado de una “ciencia proletaria”. El índice adelanta incluso ese paralelismo con el apartado “Ciencia aria y ciencia proletaria”.
Desde el punto de vista interno de la propia tradición liberal que Kaiser dice defender, la operación es intelectualmente torpe. Si el liberalismo pretende basarse en argumentos y no en caricaturas, lo mínimo habría sido leer con cuidado a Marx cuando expone la crítica a la economía política. En ningún momento Marx plantea que la aritmética funcione distinto en un obrero y en un burgués, ni que la lógica formal se suspenda en una clase y se reactive en otra. Lo que Marx analiza es que las teorías económicas dominantes expresan intereses de clase, y que por tanto sus supuestos y categorías se construyen desde la experiencia de una clase propietaria que naturaliza la forma capitalista de producción. Esa crítica se dirige al contenido histórico y social de las teorías, no a la estructura lógica del pensamiento. Confundir una cosa con la otra permite a Kaiser convertir una crítica materialista en irracionalismo epistemológico, como si apuntar a los intereses que sostienen una teoría implicara renunciar a la razón.
Cuando Kaiser yuxtapone “ciencia aria” y “ciencia proletaria”, pretende borrar una diferencia absolutamente decisiva. El nazismo funda su teoría en jerarquías biológicas y en una idea mística de raza que no admite refutación empírica: el judío “corrompe” la nación por esencia racial, independientemente de lo que haga. El proyecto marxiano, en cambio, arranca de categorías económicas verificables: propiedad de los medios de producción, relación salarial, plusvalor, acumulación, crisis. Podría debatirse si su teoría del valor trabajo es adecuada o si su concepción de la historia es convincente, pero la base de análisis sigue siendo el comportamiento estructurado de los agentes dentro de un modo de producción, no la sangre ni el ADN. Equiparar ambas cosas solo funciona si se coloca todo en un plano puramente moral: “nazismo y marxismo son malos porque son relativistas”, lo cual sirve para un sermón, pero no para un análisis serio.
Incluso dentro del marco liberal, la identificación del relativismo con el marxismo tiene bases muy enclenques. Marx insiste en la crítica a las ideologías precisamente porque supone que existe una estructura real de las relaciones sociales que puede conocerse; si todo fuera puro relativismo, la crítica perdería sentido. Lo que Kaiser presenta como abandono de la razón es, de hecho, una confianza brutal en que la ciencia puede descifrar las leyes del capital y mostrar el carácter histórico de instituciones que la economía vulgar tiende a presentar como naturales y eternas. Desde la perspectiva marxiana, el relativismo extremo pertenece más bien a la lógica del mercado, en la que toda cualidad humana se reduce a precio y toda relación se mide en términos de utilidad y rendimiento.
Antiindividualismo y colectivismo: una lectura liberal de las relaciones sociales
El segundo capítulo habla de “antiindividualismo o colectivismo” y anuncia secciones como “La doctrina del fascismo”, “Marx, el ‘maestro inmortal’ de Mussolini”, “Lucha de clases y lucha de razas”. Se percibe allí una maniobra evidente: presentar al fascismo como una derivación directa de Marx y, por ende, de la lucha de clases, borrando la ruptura histórica entre el movimiento obrero y el fascismo real. Para lograr ese efecto, Kaiser recurre a la vieja táctica de citar frases sueltas de fascistas que reivindicaron selectivamente ciertos elementos del socialismo, ignorando que el fascismo se construye, en la práctica, como aplastamiento físico de los sindicatos, de los partidos obreros y de cualquier organización autónoma de la clase trabajadora.
Desde el punto de vista de la teoría política liberal, un análisis riguroso del fascismo exigiría examinar su relación con las elites económicas, con el Estado, con la movilización de masas desclasadas y con el nacionalismo extremo. El libro deja entrever otra cosa: la obra se concentra en la crítica al “colectivismo”, término que funciona como palabra-comodín donde cabe cualquier idea de comunidad, clase, pueblo o nación que trascienda al individuo abstracto. El fascismo pasa a ser un mero exceso de “colectivismo”, mientras que el socialismo se reduce a la misma enfermedad en versión roja. De este modo, se diluye la alianza concreta entre fascismo y grandes grupos empresariales, al mismo tiempo que se oculta el contenido de clase de los regímenes que destruyeron a sangre y fuego las organizaciones obreras.
La oposición extrema que Kaiser construye entre individuo y colectividad desconoce el carácter social del individuo moderno. Marx parte precisamente de la existencia de individuos reales, pero entiende que sus posibilidades, necesidades y formas de vida se producen socialmente. El “colectivismo” en sentido marxiano no remite a la disolución mística del individuo en una masa amorfa, sino a la comprensión de que la producción es un proceso social y de que la apropiación privada de ese producto genera formas específicas de dominación. El fetiche del individuo autosuficiente, que Kaiser utiliza como ideal normativo, corresponde más a la ficción jurídica necesaria para los contratos de mercado que a la experiencia concreta de las personas que dependen del salario, del acceso al crédito, de la estabilidad laboral o de la red de servicios públicos.
Cuando el libro incluye una sección titulada “Los derechos humanos: un fraude judío burgués”, resulta evidente que la estrategia consiste en amalgamar cualquier crítica a la noción liberal de derechos con el antisemitismo nazi. De nuevo, la confusión es funcional: Marx analiza los “Derechos del hombre” como expresión de una sociedad donde el ciudadano abstracto está separado del individuo real, atrapado en relaciones económicas que la forma jurídica no toca. Ese análisis se sitúa en el terreno de la forma política; el antisemitismo nazi, en cambio, identifica a los judíos como enemigos ontológicos que deben ser eliminados físicamente. Colocar ambas cosas en continuidad sirve para satanizar cualquier crítica socialista a la forma jurídica liberal, como si cuestionar la equivalencia entre libertad y propiedad privada llevara directamente a las leyes raciales de Núremberg.
Anticapitalismo, socialismo y la economía nazi
El tercer capítulo, bajo el rótulo “Anticapitalismo o socialismo”, parece ser el núcleo de la obra. Allí se reúnen apartados como “Nazi-socialismo”, “Hitlerismo antiburgués”, “La economía nazi: otro fracaso socialista” y “¿Lenin o Hitler?”. El enfoque se anuncia claramente: describir al régimen nazi como una variante del socialismo que habría llevado al desastre económico y moral, y contrastar ese supuesto fracaso con la superioridad del capitalismo liberal.
Incluso si se quisiera trabajar desde los propios criterios de la economía liberal, el argumento se vuelve insostenible. El régimen nazi mantuvo la propiedad privada de los medios de producción, dejó intacta la estructura de la gran industria, sostuvo las ganancias empresariales y garantizó contratos lucrativos a los grandes consorcios. Hubo planificación estatal, controles de precios, militarización de la economía y uso masivo de trabajo forzado, pero el poder real de decisión en las grandes empresas permaneció en manos de los propietarios privados y de sus gerencias. Desde un punto de vista marxiano, se trató de una forma particular de gestión del capital, adaptada a las exigencias de la guerra y de la crisis, donde el Estado actúa como comité de emergencia para preservar la acumulación y destruir físicamente a la clase obrera organizada. Llamar a eso “socialismo” solo tiene sentido como recurso propagandístico.
Cuando Kaiser habla de “hitlerismo antiburgués” juega con la retórica del régimen. Es cierto que el nazismo utilizó una puesta en escena que denunciaba al “capital financiero judío”, a los especuladores y a ciertos segmentos de la burguesía liberal. También es cierto que recurrió a un lenguaje de “comunidad del pueblo” que prometía superar los conflictos de clase. Pero esa retórica sirvió para canalizar el descontento popular hacia un proyecto que liquidó sindicatos, ilegalizó partidos obreros y entregó a millones de trabajadores a la disciplina militar y fabril sin precedentes. Desde la tradición liberal, esto podría analizarse como una manipulación populista al servicio del gran capital; sin embargo, la obra prefiere extraer de ello la conclusión más cómoda: cualquier discurso “anticapitalista” terminaría en campos de concentración.
El vínculo entre marxismo y nazismo se fuerza aún más en el apartado “Dos caminos al socialismo: nazismo y comunismo”. Esta clase de paralelismo ignora que el nazismo nunca abolió la propiedad privada capitalista ni su lógica de beneficio, mientras que el proyecto comunista se define precisamente por la socialización de los medios de producción y por la supresión del trabajo asalariado. Se pueden discutir las experiencias históricas que se reclamaron como marxistas y examinar críticamente los regímenes burocráticos del siglo XX, pero eso requiere un análisis de las relaciones de producción realmente existentes, no un juego de analogías morales donde todo lo que suena colectivista se mete en el mismo saco. Equiparar el Gulag con la acumulación primitiva colonial, con el trabajo esclavo en las plantaciones o con el exterminio en los campos nazis, sin analizar las estructuras de propiedad y de clase en cada caso, solo genera una suerte de moralismo sin contenido científico.
Cristianismo, gnosticismo político y el uso religioso del anticomunismo
El capítulo IV introduce un registro distinto: “Anticristianismo o gnosticismo político”. Aparecen aquí apartados como “Divinidades nazi-marxistas”, “El marxismo como herejía cristiana” y “La guerra contra la Iglesia”. Kaiser incorpora la matriz que ha circulado en ciertos autores conservadores: la idea de que los proyectos revolucionarios modernos son una especie de herejías seculares que reemplazan la salvación religiosa por una utopía terrenal. El marxismo se inscribiría en esa línea como una suerte de religión política que promete el paraíso en la tierra, sacraliza la historia y desplaza a Dios por el Partido o por el Estado.
Desde el punto de vista interno de la propia tradición cristiana, la acusación se vuelve ambigua. Si se lee con un mínimo de honestidad el contenido moral de los Evangelios, la crítica a la riqueza, a la explotación y a la violencia institucional ocupa un lugar central. Resulta llamativo que una obra que pretende defender el cristianismo frente al “gnosticismo político” termine alineada con la defensa sin matices de un orden social sustentado en la explotación sistemática del trabajo asalariado. En ese sentido, el libro parece adherir más al cristianismo empresarial que a cualquier tradición profética o evangélica.
El vínculo entre religión y sociedad tiene otro sentido. Marx no convoca a abolir la religión mediante decretos, sino que la entiende como expresión invertida de una realidad social donde las personas experimentan sufrimiento, desposesión y falta de control sobre su propia vida. El famoso pasaje sobre la religión como “opio del pueblo” se completa con la idea de que la religión es también el “suspiro de la criatura oprimida”, es decir, una forma de consuelo y protesta en un mundo sin corazón. En ese marco, la crítica a la religión busca transformar las condiciones sociales que producen la necesidad de ese consuelo. Kaiser reduce todo esto a una especie de odio metafísico a Dios, como si el problema central de Marx fuera teológico y no material.
La sección “El marxismo como herejía cristiana” parece funcionar como un truco retórico: se toma la estructura de la escatología cristiana (caída, redención, fin de los tiempos) y se la proyecta sobre la historia materialista. De este modo, la revolución comunista se transforma en un apocalipsis secular y el proletariado, en un pueblo elegido. Esta lectura ignora elementos básicos del análisis de Marx, que nunca presenta la historia como realización de un plan moral prefijado, sino como resultado de conflictos sociales guiados por intereses, luchas y contradicciones de la producción. Si hay una “teleología” en Marx, esta se sitúa en las tendencias objetivas del capital a concentrarse y a generalizar el trabajo asalariado, no en una misión sagrada de una clase para salvar espiritualmente a la humanidad. La etiqueta de “gnosticismo político” funciona entonces como exorcismo ideológico más que como categoría analítica.
Antihumanismo, luciferismo y la explotación del horror
El capítulo V lleva el dramatismo al máximo con el rótulo “Antihumanismo o luciferismo” y secciones como “Marx, Hitler y Mefistófeles”, “Racismo marxista”, “Apocalipsis: del gulag a Auschwitz”. Aquí la obra despliega su objetivo central: construir un relato donde las víctimas del nazismo y las víctimas de los regímenes que se reclamaron socialistas queden fusionadas en un solo paisaje de horror, atribuible en última instancia a la ruptura con el capitalismo liberal. La figura de “luciferismo” sirve para envolver todo en una teología del mal absoluto, donde las diferencias históricas, económicas y políticas pierden relevancia frente a una batalla metafísica entre las fuerzas del bien (mercado, propiedad privada, tradición cristiana) y las fuerzas del mal (nazismo, comunismo, ateísmo, colectivismo).
Desde la propia ética liberal que Kaiser dice sostener, este movimiento resulta problemático. Una ética de derechos y de personas concretas exigiría estudiar las condiciones que llevaron a esos crímenes, las estructuras estatales, las cadenas de mando, la responsabilidad de empresas y bancos, las políticas militares, las formas de propaganda y control. En cambio, el libro parece disponer los hechos como ilustraciones de una tesis previa: cualquier ruptura con el orden liberal desemboca en genocidio. Ante Auschwitz, la respuesta no es analizar el papel de las empresas que se beneficiaron del trabajo esclavo, la relación entre expansionismo imperialista alemán y crisis económica, o la funcionalidad del antisemitismo para desviar el conflicto de clase, sino insistir en que todo eso ocurrió porque se abandonó el mercado y se abrazó el “colectivismo”.
Ese uso moral del horror cumple una función política muy precisa. Al fusionar nazismo y comunismo en un solo bloque demoníaco, se borra la memoria de los millones de obreros, campesinos y militantes que dieron la vida combatiendo al fascismo, muchos de ellos bajo banderas comunistas. La resistencia en la URSS, en la Europa ocupada, en los guetos y en los movimientos partisanos queda convertida en una anécdota incómoda que no encaja en la ecuación “liberalismo = civilización / socialismo = barbarie”. La propia complejidad de las experiencias socialistas del siglo XX, con sus contradicciones, logros, fracasos y crímenes, se aplana en un relato teológico donde lo único que cuenta es demostrar que alejarse del mercado conduce a los hornos crematorios.
Además, cuando el libro habla de “racismo marxista”, la manipulación alcanza un nivel casi grotesco. El marxismo clásico critica abiertamente el racismo como ideología funcional a la división de la clase trabajadora y al dominio colonial. Marx y Engels se equivocan en varias apreciaciones históricas y tienen pasajes eurocéntricos que hoy merecen revisión crítica, pero el núcleo de su análisis va en sentido opuesto al racismo biológico nazi. Interpretar la categoría de “ejército industrial de reserva” como “razas inferiores” o la noción de “pueblos sin historia” como programa de exterminio revela más sobre los prejuicios del intérprete que sobre el contenido del texto original. La obra de Kaiser recurre a este tipo de forzamientos para mantener la equivalencia entre nazismo y marxismo incluso donde los textos dicen algo diferente.
Función ideológica de la categoría “nazi-comunismo”
El concepto mismo de “nazi-comunismo” cumple una función ideológica en las condiciones actuales del capitalismo. En un momento histórico marcado por crisis recurrentes, desigualdad extrema, precarización y deterioro ecológico, resulta útil para las clases dominantes contar con un dispositivo discursivo que impida siquiera imaginar transformaciones estructurales. Si toda crítica radical al capital puede ser asociada, aunque sea de modo extravagante, con gulags y cámaras de gases, el horizonte político queda reducido a variantes internas del mismo orden: un poco más de desregulación, un poco más de Estado, pero siempre dentro del marco de la propiedad privada y del dominio del capital sobre el trabajo.
El libro de Kaiser se inserta exactamente en esa operación. Al ubicar en un mismo eje nazismo y marxismo, transforma la discusión sobre modos de producción, propiedad, explotación y crisis en un relato moralista que opone “amigos de la libertad” y “enemigos de la civilización”. Esta estrategia puede analizarse como un ejemplo de ideología en sentido negativo: un conjunto coherente de representaciones que ocultan las relaciones de clase bajo una superficie de conceptos morales, religiosos y culturales. El libro reproduce este movimiento al articular cada capítulo alrededor de valores abstractos (“razón”, “individuo”, “capitalismo”, “cristianismo”, “humanismo”) y presentar al marxismo como negación absoluta de todos ellos.
Al mismo tiempo, la construcción de un enemigo unificado llamado “nazi-comunismo” permite blanquear aspectos incómodos del propio capitalismo histórico. Desaparecen las dictaduras militares apoyadas por potencias liberales, los golpes de Estado contra gobiernos reformistas, los regímenes coloniales, los campos de concentración para migrantes, las guerras por recursos, las hambrunas inducidas por sanciones económicas. Nada de eso entra en la categoría de “luciferismo” porque su protagonista principal no es un Estado que se llame socialista, sino el capital y sus Estados aliados. El mal absoluto se reserva para quienes intentan, de una u otra forma, alterar la estructura de la propiedad, mientras que los crímenes cometidos dentro del orden capitalista quedan reducidos a errores, excesos o accidentes históricos.
La obra carece de análisis serio sobre la forma capitalista. No hay elaboración sobre el plusvalor, la acumulación, la centralización del capital, la tendencia a la crisis o la relación entre Estado y capital en contextos de guerra y depresión. El nazismo aparece desligado de la dinámica del capital y de la competencia interimperialista que atraviesa la primera mitad del siglo XX, mientras que el socialismo se reduce a una patología moral inscrita en la mente de ciertos intelectuales. La teoría se sustituye por psicología de manual y teología política.
En términos políticos, la categoría “nazi-comunismo” funciona como un dispositivo de desmovilización. Si toda tentativa de organizar a la clase trabajadora, de limitar el poder del capital o de planificar democráticamente la economía puede ser asociada con los crímenes del siglo XX, cualquier proyecto emancipador queda deslegitimado desde el origen. El resultado práctico coincide con los intereses del capital: mantener intacta la propiedad privada de los medios de producción y restringir la acción colectiva del trabajo a formas inocuas para la acumulación. El discurso de Kaiser opera como una muralla simbólica destinada a impedir que la crítica alcance el corazón del sistema.
El libro “Nazi-Comunismo” de Axel Kaiser se puede leer como un ejemplo acabado de ideología anticomunista propia de las clases dominantes en época de incertidumbre. Sus categorías se apoyan en analogías superficiales, amalgamas morales y lecturas selectivas que borran las diferencias fundamentales entre un régimen racialmente genocida al servicio del gran capital y una teoría crítica que parte de la explotación del trabajo asalariado y de la lucha de clases. La obra utiliza el horror del siglo XX para clausurar la discusión sobre las raíces económicas y sociales de ese mismo horror y para blindar, bajo la máscara de la civilización y de la libertad, a un modo de producción que sigue generando miseria en términos relativos, destrucción ecológica y violencia estructural. Desde la perspectiva de quien busca comprender científicamente las formas históricas del capital, el libro aporta poco en términos teóricos, aunque resulta sumamente útil como síntoma de la ansiedad de un orden que percibe, quizá con más instinto que conciencia, que su legitimidad se erosiona en silencio.
Muy buen artículo. Impresiona en Káiser, más allá de lo que pretende demostrar, lo que ignora o desprecia. Me parece insólito que una nazismo y comunismo bajo el concepto de antirracionalismo. Conmino a leer a pensadores con una nutrida erudición y con obras de peso. La primera recomendación sería el Asalto a la Razón del húngaro Georgy Lukacs. Hace un recorrido filosófico de siglos para explicar cómo es que terminó siendo posible el nazismo en Alemania (siempre de la mano de diversas versiones del irracionalidad y antihistoricismo).
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